Informe GAM n° 29: «La Prensa como Terapeuta de la Historia»

septiembre 22nd, 2013 | Análisis, GAM, Informes de Actualidad, Novedades

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Por Fernando Rivas Inostroza y Claudio Elórtegui Gómez

 

Para algunos autores, la prensa resume la historia del tiempo presente. Es decir, ese momento que Lorenzo Gomis considera que está constituido por el período que duran los comentarios sobre un hecho y que no suele ser superior a cuatro días.
Sin embargo, en Chile, tenemos la historia de un día que –contradictoriamente- ha marcado una época, un antes y un después en la historia de Chile. Así lo fueron también la batalla de Lircay, que entregó el poder a los “pelucones” conservadores y abonó el terreno para la Constitución de 1833; el 21 de mayo de 1879, que dio origen a la figura modelo del héroe de clase media nacional, Arturo Prat; las batallas de Concón y Placilla en 1891, que terminaron con la muerte del Presidente Balmaceda y el triunfo de los parlamentaristas conservadores; o, la dictación de una nueva Constitución en 1925, por parte de Arturo Alessandri, que restituyó el sistema presidencialista.
Sin duda, el 11 de septiembre de 1973 es un hito en el devenir político y social de Chile. Y lo es tanto que sus ecos aún resuenan en nuestros oídos y seguirán resonando también en los oídos de los que vendrán. A pesar de que ya han pasado 40 años. ¿Por qué esto es así?, ¿Por qué, a 40 años, estos sonidos siguen repiqueteando, y con una fuerza inusitada lo han hecho durante este último “11”?
Simplemente, porque los tiempos de una nación no son los mismos que los de una persona. Los tiempos de los países, de sus comunidades, son más largos, más densos, más complejos.
Lo que sucede es que, a esta distancia, los 40 años son el momento apropiado y maduro para que los chilenos hagamos el juicio histórico, pero por sobre todo a esta altura, el juicio ético y moral acerca de lo sucedido. A los 20 años, tímidamente se empezó a descorrer el velo, pero a los 30, ya en forma más desembozada, empezaron a emerger masivamente los detalles del drama nacional. Los 30 años del Golpe fueron los 30 años de la imagen de La Moneda bombardeada con el tricolor flameando en su exterior. Esa fue la imagen dominante. Este año, nuevamente lo ha sido, pero la diferencia está en que ya no solo la prensa ha sido informativa, sino que en gran medida, interpretativa, y más aún opinante respecto de lo sucedido. Estos juicios, por tanto, se inscriben no en el ámbito exclusivo de los sucesos, sino que más bien en el de su valoración, en el de su ponderación respecto del bien y del mal, y particularmente en el de su pertinencia ética o moral. Ahora, lo que definimos, es más bien el juicio histórico, es decir el ejercicio de determinar aquellos elementos que se pueden rescatar de lo sucedido como aquellos que sirven de ejemplo y constatación de lo que no debiera ocurrir o lo que se debe evitar. Justamente para no repetirlos o para que nunca más ocurran en nuestro país.
¿Vale la pena un Palacio de La Moneda en llamas o una bandera desgarrada? Esta pareciera ser una de las preguntas que ha quedado flotando desde hace tiempo y particularmente desde este último “11”, pensando en el mañana, en el futuro de la nación.
Estos 40 años, por lo tanto, han sido el momento para sacar conclusiones y lecciones del pasado.
De otro modo no se entiende la avalancha de reportajes, videos, audios y programas especiales que hemos visto estos días en la televisión y oído por la radio o las publicaciones que ha hecho la prensa escrita e internet, así como la multiplicidad de mensajes compartidos a través de las redes sociales.
Si atendemos al análisis de sus discursos, nos percataremos de que la mayoría ha tendido a conducir a juicios de valor. Cada cual ha aportado su cuota de luz y tratado de llevar a auditores, televidentes y lectores a la determinación de un juicio personal y propio respecto de lo sucedido. La prensa así ha estado nuevamente cumpliendo otro de sus roles históricos. Al llegar a estos 40 años, se dio a la tarea de ventilar públicamente lo sucedido, con el fin de propiciar el tan necesario proceso de aclaración y de limpieza mental, que nos permita asumir nuestro pasado y proyectar el futuro.
La prensa ha estado cumpliendo, quizás dolorosamente, con el rol necesario del terapeuta, en el sentido de poder mirar, de poder sopesar y de poder auscultar lo sucedido, con tal de hacerlo visible, con tal de acotarlo, de darle forma y de mirarlo; de observarlo y de perderle el miedo, es decir de poder hacerlo inteligible, digerible y asumido, tal como suele ocurrir con los traumas, en este caso un trauma histórico, un trauma social. Es necesario este proceso; tenemos que mirar nuestras heridas para cuantificar su extensión y profundidad, para en definitiva acometer así su sanación, su cura.
Este es un fenómeno y una dimensión del accionar de la prensa que hemos visto en circunstancias parecidas en Alemania y en Francia, justamente también a 40 y 50 años de la Segunda Guerra Mundial, pues ese parece ser el lapso histórico necesario para la sanación de la conciencia nacional, como lo han planteado investigadores como Elisabeth Roudinesco o Michel Plon.
Tanto en Alemania como en Francia, en la década de los 90, los periodistas justamente fueron los que echaron luz acerca de la contribución no sólo de muy respetados y pudientes alemanes con el régimen nazi o también de destacados franceses, sino que también de instituciones, empresas y hasta el propio pueblo de ambos países, que fueron militantes o colaboracionistas. Muchos de los cuales todavía seguían jugando un rol en el sistema económico o social de las dos naciones. Así lo ha desarrollado y expuesto claramente en la Universidad de Chile, la profesora alemana Ingrid Wehr. En ambos países había hasta entonces un manto de silencio y un afán de ocultar hechos, situaciones y actuaciones.
Pocos se atrevían a hablar del tema y más bien se trataba de un moderno tabú; sin embargo, los periodistas franceses y alemanes, en su momento, pusieron el dedo en las llagas y provocaron el necesario ejercicio de revisión y aclaración tan necesario para poder seguir avanzando con la frente en alto y con conocimiento de lo sucedido.
En nuestro Chile también ha sido necesario escarbar entre los escombros y ver y recordar innumerables veces el incendio de La Moneda para propiciar este proceso de reflexión.
Al respecto, tres conclusiones preliminares tomaron forma en el discurso mediático de este 11 de septiembre, fruto de una socialización ya instalada de la temática y una evidente madurez de las generaciones involucradas. Primero, la necesidad de respetar la vida a toda costa. No hay circunstancia o diferencia política, económica, social o religiosa, que justifique cercenar la vida. Matar la vida del otro, es ingresar a una esfera de terror donde mueren los proyectos democráticos y las instituciones pierden su sentido; es matar a una generación y provocar cicatrices en el imaginario que nunca se borrarán.
En segundo lugar y como consecuencia, se impone el respeto por el otro; el aceptar la diversidad, el hecho de que no todos somos iguales, y que no todos pensamos o sentimos igual; que todos tenemos derecho a actuar como lo considere nuestra conciencia y albedrío mientras no se afecte el desenvolvimiento de la comunidad.
Y, en tercer lugar, que el diálogo es el mecanismo básico para una convivencia civilizada; el diálogo nos permite el intercambio de juicios e ideas, el diálogo es lo que nos permite llegar a acuerdos; y en esto, una actitud prioritaria, no es como pudiera creerse, el hablar sino que por el contrario, escuchar, acoger, poner oído y atención al otro. Es la empatía y la confianza en la disposición de una alteridad que vislumbra en el prójimo un mundo de oportunidades, construcción de las realidades posibles y anheladas. Ese es el primer paso para propiciar un punto de encuentro. Si hubiese habido más disposición a escuchar al otro quizás el Golpe de Estado no se habría evitado, pero eventualmente podría haberse atenuado en sus efectos o haber sido menos violento.
Estas y otras conclusiones son básicas y emergen de la sucesión de imágenes y de la actitud reiterativa de la prensa y de los medios de comunicación. Muchos podrán quejarse por esto, pero esta acción repetitiva ha parecido necesaria para efectivamente sanar las heridas y constituir esa memoria nacional que se proyecta al futuro y va conformando la comunidad imaginada de nuestro país.
Así se irá estableciendo una mirada de lo nacional y en ella no sólo estarán los hechos sino que también éstos aparecerán teñidos por los colores propios de la aprobación y de la reprobación. En definitiva, de aquella identidad que permite reconocernos desde las diferencias y que adquiere sentido en su vinculación con un tejido social dinámico, vivo y transformador; ávido de saber lo que aconteció, de ampliar los horizontes conocidos u ocultos por el dolor, la aberración, la crueldad o el sinsentido.
Además, las audiencias consumieron y respondieron al material periodístico preparado por buena parte de los medios nacionales y regionales con niveles de sintonía, lectoría o rating muy altos. Junto con ello, los públicos lo resignificaron y compartieron a través de las diversas plataformas interactivas y ciudadanas, por lo que el 11 de septiembre se ubicó como el gran tema de convergencia, discusión y articulación de la pauta informativa y sociopolítica, más allá de la fecha en cuestión y más allá de las horas, espacios o artículos destinados al hecho.
Claramente, en esta oportunidad los productos mediáticos no sólo consignaron la historia, sino que a esta altura se constituyeron en dispositivos sociales de curación por medio de la expresión de un relato y la elaboración de un discurso social y nacional, simbólico y emocional, de los chilenos de ayer y los de hoy.



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